Pasé el fin de semana pasado en Reikiavik, Islandia, originalmente por trabajo, para reunirme con un cliente que vive en la ciudad. Pensé que sería un viaje sencillo: llegar, tener algunas reuniones, quizás dar un paseo rápido. Pero Reikiavik dejó una impresión duradera.
Esta ciudad no busca llamar la atención — y no lo necesita. Reikiavik es la capital más al norte del mundo, con poco más de 130.000 habitantes. Lo que le falta en tamaño, lo compensa con personalidad. Tiene un ritmo propio — tranquilo, reflexivo, con un toque de naturaleza salvaje.
Desde el momento en que llegué, sentí que la naturaleza manda aquí. Nubes de vapor suben silenciosamente desde el suelo. Montañas nevadas enmarcan el horizonte. Y el océano — siempre cerca — parece latir bajo todo. Incluso caminando por el centro, nunca estás lejos de los elementos: viento, agua, luz.
Islandia se abastece casi por completo de energía renovable. Alrededor del 90 % de los hogares utilizan calefacción geotérmica, y la red eléctrica nacional depende mayoritariamente de la energía hidroeléctrica y geotérmica. No es solo un dato curioso — se siente. El agua caliente de la ducha proviene directamente del interior de la tierra. ¿La calefacción del hotel? Energía volcánica.
Hablando de volcanes — no vi ninguna erupción (por suerte), pero la presencia del fuego bajo la superficie está siempre ahí. Hace unas semanas, se cerró parte de la península de Reykjanes por nueva actividad volcánica. Un recordatorio de que Islandia sigue formándose — en constante movimiento, siempre cambiando.
Reikiavik tiene un encanto discreto. No hay rascacielos de cristal ni ruido de gran ciudad. En su lugar, arquitectura funcional, colorida y algo excéntrica — casas de chapa ondulada en rojo, azul y verde que desafían el cielo gris como si se negaran a apagarse.
La historia aquí es antigua, pero está cerca de la superficie. Reikiavik fue fundada en el año 874 d.C. por Ingólfur Arnarson, quien — según cuenta la leyenda — dejó que los dioses decidieran dónde establecerse. El nombre “Reikiavik” significa “bahía humeante”, por el vapor de las aguas termales de la zona. Hoy, la ciudad combina esa herencia antigua con una fuerte energía creativa — librerías, galerías, música en vivo y tiendas de diseño llenan el centro.
Cuando no estaba con mi cliente, aproveché para explorar. Visité Hallgrímskirkja — la iglesia modernista y emblemática que parece una corriente de lava detenida a mitad de camino. Desde lo alto, tuve una vista panorámica de la ciudad — techos rojos, montañas nevadas, el mar infinito.
Probé la comida local — incluido el plokkfiskur, un puré de pescado con papas que suena sencillo pero sorprende por su sabor reconfortante. La cocina islandesa se basa en el cordero, el pescado y los productos lácteos — sencilla, fuerte, hecha para sobrevivir. Y sí: pasé del tiburón fermentado.
Una noche, caminé por el puerto poco antes de la medianoche. El cielo seguía claro — una luz tenue y dorada que en mayo casi nunca desaparece. Desajusta el reloj biológico, pero de una forma positiva. El tiempo pierde su urgencia — una sensación que me llevé conmigo.
Los islandeses que conocí eran tranquilos, inteligentes y pragmáticos. Las reuniones fueron relajadas pero enfocadas. Hay una eficiencia sobria, pero también una clara conciencia de que la vida fuera del trabajo importa. Ese equilibrio — entre trabajo, naturaleza y ritmo personal — me marcó.
¿Volvería? Sin duda. Reikiavik es pequeña, pero se queda contigo. No es ruidosa, no es espectacular — pero está llena de una energía tranquila. Lo que empezó como una simple visita a un cliente, se transformó en una experiencia: un viaje a una ciudad donde la tierra respira — y las personas viven en sintonía con ella.
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